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PALABRAS DE IGNACIO DE LOYOLA A UN JESUITA DE HOY, SEGUNDA PARTE

PALABRAS DE IGNACIO DE LOYOLA A UN JESUITA DE HOY, SEGUNDA PARTE

  • Vocaciones Jesuitas Colombia
  • Autor: Karl Rahner S.J.
  • Texto originalmente publicado en 1979 por la Editorial Sal Terrae

Servir desde la fe, el amor y la esperanza

En mi tiempo traté de evitar (y lo conseguí) el que los míos fueran promovidos a cargos episcopales y cosas por el estilo. Y no por temor a verme privado de los mejores elementos de mi pequeño grupo. Actualmente, cuando un jesuita es nombrado obispo o cardenal, no veis en ello nada extraño; en el fondo, os parece normal que suceda y, de hecho, ha habido épocas en las que la figura de un jesuita cardenal de la curia ha sido un fenómeno casi constante.
¿No os dais cuenta cómo difieren en este punto mi mentalidad y la vuestra? Quizá digáis que eran otros tiempos y que hoy un nombramiento de este género no convierte a nadie en un señor excesivamente poderoso. No estoy de acuerdo. En primer lugar, los cardenales y obispos siguen siendo hoy gente sumamente amenazada por la tentación del poder. Y en segundo lugar, aunque tuvierais razón, deberíais preguntaros dónde están hoy en la Iglesia los puestos, cargos, centros de decisión, etc. a los cuales, para ser fieles a mi espíritu, deberíais renunciar resueltamente, con el fin de servir a los hombres por medio de la Iglesia, pero sin «poder», confiando simplemente en la fuerza del espíritu y la locura de Cristo.
Obispos al estilo de un Helder Cámara podéis serlo hoy con toda tranquilidad, porque arriesgaríais la cabeza y el cuello por los pobres. Pero pensad dónde se hallan las «sedes episcopales», o como se las quiera llamar hoy, en las que no debéis sentaros, aun cuando pudiera demostrarse que son indispensables en la Iglesia. Soy consciente del problema de fondo que se plantea: ¿cómo puede una sociedad carismática, destinada al seguimiento radical de Jesús, ser al mismo tiempo una Orden institucionalizada al nivel eclesial? Naturalmente que me llenó de alegría el que, viviendo todavía yo, la Orden fuera aprobada oficialmente por los Papas. Y vosotros deberíais tratar de que se renovara constantemente el milagro de esta identificación. Aunque nunca os salgan bien las cuentas, intentadlo una y otra vez. Uno solo de los dos aspectos no es bastante. Sólo la unión de ambos crucifica suficientemente.
Cuando hablo del Jesús «pobre» y «humilde» al que quería seguir, deberíais traducir estas palabras al nivel de teoría y de praxis para poder entenderlas realmente. Deberíais preguntaros: ¿Qué significa propiamente hoy, en nuestro tiempo, «pobre y humilde»? Actualmente, cuando uno se hace jesuita, se convierte, quizá con excesiva rapidez y naturalidad, en una persona piadosa y en sacerdote. Pero eso todavía no quiere decir que sea pobre y humilde. El aspecto concreto que haya de cobrar esta traducción práctica en la realidad actual es algo que habéis de descubrir por vosotros mismos. Quizá tengan primero que descubrirlo personalmente unos pocos de entre vosotros, antes de que pueda resultar algo manifiesto para toda la Orden. Pero, por amor de Dios, no os quedéis en el terreno de los puros sentimientos, que es algo que también pueden tener los prelados de la Iglesia. Traducidas a la situación actual, la pobreza y la humildad deben significar a nivel sociopolítico (tanto en la esfera de la Iglesia como de la sociedad en general) un aguijón crítico, un peligroso recuerdo de Jesús y una amenaza para el funcionamiento natural de las instituciones eclesiásticas. De lo contrario, dicha traducción no servirá de nada. Ahora bien, esto sólo puede ser para vosotros un criterio, no el auténtico motivo. El motivo es Jesús, el que murió la muerte hasta el fondo; Jesús, y no un cálculo socio-político. Únicamente él puede preservaros de la fascinación del poder que, de mil diversas formas, existe y existirá siempre en la Iglesia; sólo él puede libraros de la idea excesivamente obvia de que, en el fondo, únicamente se puede servir al ser humano cuando se tiene poder; sólo él puede haceros comprender y aceptar la santa cruz de su impotencia.

Seguimiento logrado y seguimiento malogrado

Ahora no puedo por menos de deciros algo acerca de la suerte que ha corrido dentro de mi Orden ese estilo de vida en el seguimiento del Jesús pobre y humilde. Cuando se contempla esa historia desde la eternidad de Dios, inmerso en la voluntad amorosa de Dios, sin el cual no hubiera existido nada de cuanto realmente ha existido y existe, entonces se puede considerar serena e indulgentemente dicha historia, con todo su sentido y haciéndole la justicia que le es debida. Entonces no se ve uno ante el dilema de reclamar para sí dicha historia, como si se tratara única y exclusivamente del resultado de la propia actividad, o de condenarla como una traición de los hijos al espíritu del padre. Esto supuesto, y teniéndoos siempre presentes a vosotros, los jesuitas, he de decir que, en este punto, la Orden, al menos hasta hoy, no ha seguido realmente mis pasos. Naturalmente que entre vosotros ha habido hombres realmente pobres y humildes en su vida, y no sólo en el terreno de las intenciones: un Pedro Claver, el esclavo de los esclavos, en América Latina; un Francisco de Regis, que compartió el destino de sus pobres campesinos; un Friedrich von Spee, que, con peligro de su vida y a riesgo de ser expulsado de la Orden, defendió a las brujas; la multitud de jesuitas que en siglos pasados viajaban en horribles embarcaciones hacia el Lejano Oriente, en realidad únicamente para ser allí asesinados; y tantos y tantos otros, hasta llegar a tu amigo Alfred Delp, que, antes de ser ahorcado en Berlín en 1945, firmó sus últimos votos con las manos esposadas. Todos ellos fueron ciertamente seguidores del Jesús pobre y humilde, y precisamente en virtud del espíritu que yo les había transmitido por medio de la Orden. Pero ¿y la Orden en cuanto tal? Tú sabes perfectamente cómo tuve yo que orar y debatirme durante semanas a propósito de aparentes menudencias del estatuto de pobreza de la Orden, con objeto de defender por medio de unas reglas el espíritu de Jesús pobre y humilde; menudencias que probablemente vosotros habríais despachado en un par de horas de sensatas discusiones racionalistas. Y sabes también que, considerando las cosas en su totalidad con serenidad y honradez, no pude salvar para la Orden en cuanto tal, por medio de reglas, el verdadero seguimiento del Jesús verdaderamente pobre, como tampoco lo consiguió San Francisco (y que me perdonen los franciscanos).
¿Es que acaso dicho espíritu no puede ser defendido mediante reglas, bien sea porque éstas matan el mismo espíritu que pretenden defender, o bien porque inevitablemente han de permitir tal grado de libertad que su espacio pueda ser ocupado por otro espíritu sin contravenir la letra de la ley? ¿Es que el referido estilo de vida no puede ser el estilo de un grupo numeroso sin necesidad de sufrir esenciales reducciones? ¿Acaso yo, y conmigo mis compañeros, animados por mi mismo espíritu, traspasamos realmente esa frontera decisiva cuando, en 1540, transformamos aquel grupo «carismático» (como lo calificaríais hoy) en una Orden aprobada por la Iglesia? Pero ¿acaso no debíamos hacerlo, siendo así que de ese modo, y no de otro, es como han seguido actuando durante siglos los impulsos decisivos del espíritu de Dios?
¿Acaso la serena y humilde renuncia a la pureza y al carácter absoluto del «Ideal» no forma parte también de ese espíritu que es el único realmente capaz de ir aproximando poco a poco la historia de la Iglesia y del mundo hacia Dios? ¿Es verdaderamente tan extraño el que en un mundo como éste, en el que el espíritu necesariamente ha de encarnarse en una sociedad y se halla, por tanto, constantemente amenazado de muerte, la Orden se haya convertido para sus miembros en una instancia de seguridad económica y de prestigio, al menos a nivel eclesial, aun cuando en ella cada uno viva de un modo económicamente modesto y sólo en raras ocasiones (más raras de lo que las circunstancias podrían permitir) alguno de ellos llegue a ser obispo, cardenal u otro tipo de personaje prepotente en la Iglesia? ¿Es todo esto normal o resulta trágico? Ahora bien, ¿debe esta circunstancia del pasado, precisamente en este punto, condicionar el futuro de los jesuitas? ¿No podrán tal vez en el futuro, lo quieran o no, llegar a ser, a nivel de Orden, económicamente pobres en un sentido muy real; vivir miserablemente al día, como los pobres de verdad, y aceptándolo como lo aceptó el Jesús pobre, voluntariamente y sin subterfugios, de modo que constituya (como consecuencia y no como motivo) un significativo elemento de crítica social? ¿Podrán los jesuitas, por razones que yo no pude prever, volver a convertirse de pronto, de un modo totalmente nuevo y distinto, en seres marginados dentro de la sociedad de la Iglesia, guardando una saludable y carismática distancia con respecto a la jerarquía, a la que, naturalmente, siempre han de respetar? ¿No ha formulado hace poco tiempo J. B. Metz algunas ideas al respecto que deberían ser para vosotros dignas de reflexión? Todas éstas son preguntas que ya me han sido respondidas en mi eternidad; pero esta respuesta sólo puede ser traducida a vuestro tiempo a través de la historia en sí, y no por medio de palabras precipitadas.
En cualquier caso, debéis los jesuitas poseer el coraje del futuro, porque también Jesús, en la concreción de su vida y de su muerte, constituye un estilo de vida legítimo para el futuro. Lo único que habéis de descubrir es cómo debe configurarse ese coraje, a fin de que el día de mañana constituya realmente un seguimiento del Jesús pobre y humilde. Hasta ahora he empleado siempre el lenguaje de mi época para hablar de Jesús «pobre» y «humilde». Merece la pena repetir que quizá tengáis que traducir estas palabras por otras, con el fin de que podáis entenderlas y vivirlas, sin refugiaros otra vez ni en el puro sentimiento ni en una ascesis meramente privada, como con excesiva frecuencia habéis hecho en el último siglo y medio, en que no habéis visto con demasiada claridad cuál era vuestra responsabilidad social con respecto a la Iglesia en el mundo, como tampoco lo ha percibido la Iglesia en general, a pesar de tantas y tan encomiables encíclicas.

Eclesialidad

También he de deciros algo acerca de mi sentido eclesial y de su significación para vuestro tiempo. Supongo que todos lo esperáis, y no sin razón. Si lo que he de deciros depende de la importancia objetiva de los temas sobre los que, dentro de su diversidad, voy hablando, entonces se me debería permitir que en este tema concreto fuera muy breve. Si Dios, Jesús, su seguimiento y la Iglesia, a pesar de todas sus relaciones mutuas, son cosas distintas y tienen, por consiguiente, distinta importancia, entonces tengo no sólo el derecho, sino también el deber de diferenciar realmente, en el tiempo y en la eternidad, estas distintas realidades, por lo que se refiere a su importancia y a su significado. Suele insistirse en calificarme de hombre de la Iglesia; Marcuse me llama soldado de la Iglesia. Verdaderamente, no me avergüenzo de ese sentido eclesial. Tras mi conversión, siempre quise entregar mi vida al servicio de la Iglesia, aun cuando dicho servicio estaba orientado, en definitiva, a Dios y a los hombres, y no a una institución que se buscase a sí misma. La Iglesia posee infinitas dimensiones, porque es la comunidad creyente, peregrina en la esperanza, amante de Dios y de los hombres, y está formada por hombres llenos del Espíritu de Dios. Pero la Iglesia es también para mí, naturalmente, una Iglesia concreta socialmente constituida en la historia, una Iglesia de las instituciones, de la palabra humana, de los sacramentos visibles, de los obispos, del Papa de Roma: la Iglesia jerárquica católica y romana. Y si se me llama hombre de la Iglesia, cosa que reconozco como algo obvio, entonces se hace referencia a la Iglesia en su institucionalidad estricta y visible, a la Iglesia oficial, como soléis decir ahora con ese tono no excesivamente amistoso que la palabra conlleva. Efectivamente, yo fui y quise ser ese hombre de esa Iglesia, y de veras os digo que ello jamás me ocasionó un conflicto insuperable con la radical inmediatez de Dios en relación a mi conciencia y a mi experiencia mística.
Pero se interpretaría mal mi eclesialidad si se entendiera como un deseo de poder egoísta, lindante con el fanatismo ideológico, que pretendiera pasar por encima de la conciencia; como si se tratara de la auto-identificación con un «sistema» que no se refiriera a algo por encima de sí. Dado que todos los hombres somos durante nuestra vida miopes y pecadores, no quiero ciertamente afirmar que no haya tenido yo en diversas ocasiones que pagar tributo a esa falsa eclesialidad y, si se os antoja, podéis con toda tranquilidad examinar honradamente mi vida al respecto. Pero una cosa es cierta: que mi eclesialidad no fue, en suma, más que un momento, si bien imprescindible para mí, de mi determinación de «ayudar a las almas»; determinación que sólo alcanza su verdadera meta en el momento y en la medida en que dichas «almas» avanzan, en la fe, la esperanza y el amor, hacia la inmediatez de Dios.
Cualquier amor a la Iglesia oficial que no estuviera animado y limitado por esta determinación no sería más que idolatría y participación en el tremendo egoísmo de un sistema que busca su razón de ser en sí mismo. Pero esto significa, además (y de ello da fe la historia de mi «vía» mística), que el amor a esa Iglesia, por incondicional que pudiera ser en un determinado sentido, no fue lo primero y definitivo de mi «existencia» (como ahora decís), sino una dimensión derivada de la inmediatez con Dios, de la que ha recibido tanto su magnitud como sus límites y su determinada singularidad.
Dicho de otro modo: al participar en el interés de Dios por el cuerpo concreto de su Hijo en la historia, amaba yo a la Iglesia y, en esta unidad mística de Dios con la Iglesia (y a pesar de su mutua y radical diversidad), la Iglesia siguió transparentándome a Dios y siguió siendo el lugar concreto de esa inefable relación mía con el misterio eterno. Ahí radica la fuente de mi carácter eclesial, de mi práctica de la vida sacramental, de mi fidelidad al papado y del sentido eclesial de mi misión de ayuda a las almas.
Dado que mi eclesialidad ocupa semejante lugar (y no otro) en la estructura de mi existencia espiritual, hay también, una vez más de modo eclesial, una relación crítica con la Iglesia oficial concreta. Dicha relación crítica le está permitida al cristiano, porque su punto de vista no se identifica sin más con esa Iglesia oficial en su sola institucionalidad externa, ya que el cristiano siempre se halla en la inmediatez de Dios, y su inspiración, operada por la gracia (por más que le sitúe dentro de la Iglesia y por más que, a su vez, él mismo pertenezca a la Iglesia en cuanto comunidad de gracia), no tiene por qué estar mediatizada por el aparato eclesiástico y puede perfectamente ser algo de lo que la Iglesia oficial, por medio de sus representantes, tenga algo que aprender si no quiere ser culpable de ignorar esas mociones del espíritu no aprobadas en principio oficialmente.
Esta relación crítica con la Iglesia, a su vez, es eclesial en sí misma considerada, porque también la Iglesia como institución, en razón del interés de Dios por ella, está siempre, a fin de cuentas, abierta y sometida a su Espíritu, el cual siempre es algo más que institución, ley, tradición escrita, etc. Naturalmente, debido a esta relación entre espíritu e institución, los conflictos concretos entre los cristianos carismáticos y los representantes oficiales de la Iglesia no van a desaparecer de raíz, e incluso tales conflictos asumirán siempre formas sorprendentemente nuevas, de tal modo que para superarlos no se dispone de recetas y mecanismos institucionales prefabricados.
En último término, sólo por la fe puede un cristiano abrigar la convicción de que hasta el final de los tiempos no tiene, en principio, por qué darse un conflicto absoluto entre el espíritu y la institución dentro de la Iglesia; y por lo que a él respecta, lo único que puede hacer es esperar humildemente que la Providencia de Dios le libere de una situación en la que le resulte imposible captar la compatibilidad simultánea de un dictamen absoluto de la Iglesia oficial y un dictamen igualmente absoluto de su conciencia. En cualquier caso, esos conflictos parciales y relativos que se dan en la Iglesia también son, a su vez, algo eclesial; lo cual no significa que tenga yo que dar aquí recetas concretas acerca del modo de solventarlos. Del mismo modo, la ejecución literal de un mandato superior no constituye la norma suprema de la eclesialidad y de la obediencia eclesial, por lo que yo mismo nunca goberné según dicha norma cuando ocupé el cargo de General de la Orden. Si fuera ésta la norma suprema, no habría en absoluto conflicto alguno en la Iglesia. Pero, de hecho, los hay, los ha habido (a partir de la controversia entre Pedro y Pablo) con los santos y entre los santos, y puede seguir habiéndolos.
Tampoco hay en la Iglesia principio alguno según el cual las convicciones y resoluciones de los cristianos y de los representantes jerárquicos hayan de sintonizar desde el principio sin ninguna dificultad. La Iglesia es una Iglesia del Espíritu del Dios infinito e incomprensible, cuya feliz unidad sólo puede reflejarse en este mundo fragmentada en elementos muy diversos cuya definitiva y satisfactoria unidad reside única y exclusivamente en Dios. Pero no creáis que, a pesar de mi eclesialidad, yo no experimenté tales conflictos, o que los haya eludido mediante una falsa eclesialidad. Yo no fui ningún «jenízaro» de la Iglesia y del Papa. Tuve conflictos con los representantes de la Iglesia en Alcalá, en Salamanca, en París, en Venecia, en Roma... En Alcalá y en Salamanca estuve varias semanas en el calabozo por mandato eclesiástico; incluso en Roma, todas las vejaciones que tuve que soportar en defensa de mi eclesialidad me costaron mucho tiempo y muchas fatigas: cuando el Eterno Padre me prometió en La Storta que me habría de ser propicio en Roma, una de las posibilidades en las que pensé que podía consistir ese «favor especial» era la de ser crucificado en la Roma papa!. Me temblaron todos los huesos del cuerpo cuando fue elegido Papa Pablo IV y mandó a su policía a registrar nuestra casa, siendo yo ya General de una Orden con aprobación pontificia; al acercarse la hora de mi muerte, que me sorprendió sin recibir los sacramentos, solicité su bendición, con objeto de realizar aun en aquel momento un humilde gesto de cortesía para con él; cuando Polanco vino con la bendición, yo ya había muerto y, al enterarse de mi fallecimiento, la reacción del Papa no fue precisamente muy amable.
En suma, fui y seguí siendo siempre una persona con sentido eclesial y papal; pero también fui perseguido y encarcelado por eclesiásticos dotados oficialmente de autoridad. Recordarás que, por lo general, esa síntesis de servicio obediente y distancia crítica con respecto al estamento oficial de la Iglesia (síntesis que hay que realizar a lo largo de la historia de un modo siempre nuevo, sin que exista una regla válida para siempre y capaz de resolverlo todo, pero que se realiza una y otra vez), ha estado constantemente preñada de conflictos. Hay que mirar las cosas con detenimiento antes de interpretar el sentido eclesial y papal de la historia de la Orden como algo digno de elogio o de reproche. Un santo como Pío V trató de influir en la Orden sin haber entendido su auténtica naturaleza; en la llamada «Controversia sobre la gracia», la Orden y
su teología estuvieron en Roma a la defensiva, y lo único que consiguió fue evitar un veredicto; la Orden tuvo que luchar, en defensa de su teología moral, en contra de la alianza establecida entre Inocencio XI y el propio General de la Orden, Tirso González; en los siglos XVII y XVIII perdió la disputa sobre los ritos malabares frente a unos Papas más preocupados por una prudente defensa de la ortodoxia que por dar aliento a lo que pudiera significar creatividad; la supresión de la Orden en 1773 por parte de Clemente XIV (mediante el sórdido texto del «Breve de Abolición» y el indigno encarcelamiento del P. Ricci, General de la Orden, por mandato del Papa, hechos que hoy habrían motivado la movilización de Amnesty International), bajo las presiones ejercidas por los Borbones (que muy pronto habían de ser barridos por la Revolución Francesa y que, por tanto, bien podían haber soportado antes un poco más de oposición), no constituyó precisamente una gloriosa gesta de la sabiduría y el valor papales, por muchas explicaciones que la consumada ciencia del historiador pudiera aducir; el mismo San Pío X estuvo a punto de destituir al General de la Orden, P. Wernz, porque le parecía todavía demasiado poco integrista.
Además de éstos, podrían referirse otros muchos y parecidos ejemplos de distancia crítica entre la Iglesia oficial y la Orden. Sería aún más hermoso poder afirmar que la negativa de la Orden a aceptar las dignidades episcopal y cardenalicia -que constituía un verdadero distanciamiento radical de los altos cargos eclesiásticos, a los que, naturalmente, se acataba y respetaba - tuvo necesariamente que provocar de modo natural tales conflictos, si no fuera porque la ligazón entre la Orden y las esferas oficiales eclesiásticas adoptó, de hecho, otras formas de institucionalización que frustraron en parte el auténtico sentido de la renuncia a dichas dignidades eclesiásticas.
Naturalmente, con todo lo dicho no trato en absoluto de afirmar que a lo largo de la dilatada historia de mi Orden no se hayan producido una y otra vez identificaciones concretas entre ésta y la Iglesia oficial, en ocasiones en las que lo más indicado habría sido mantener una distancia crítica y una legítima oposición. Evidentemente, la Orden se ha hecho muchas veces responsable de una culpabilidad histórica, al defender, con su miopía y su inerte inmovilismo teológico, pastoral, jurídico, etc., a la institución frente al espíritu de la Iglesia.
Pero fundamentalmente sigue en pie el hecho de que tanto la fidelidad incondicional a la Iglesia institucional como la distancia crítica con respecto a ella, constituyen una legítima posibilidad en mi concepción espiritual y en la de mis discípulos, y tienen su justificación real en la esencia misma de la Iglesia.
Por eso no tenéis, en principio, por qué avergonzaros de que un Pablo VI no quedara demasiado satisfecho de vuestra Congregación General 32. Mucho más grave fue la situación con Pío V y Sixto V, que pretendieron imponeros sensibles cambios en las Constituciones. Aparte de algunos de vosotros que, sin duda, presentan una imagen un tanto extraña y que uno no sabe a ciencia cierta por qué siguen siendo jesuitas, en conjunto continuáis teniendo, al igual que yo, un sentido eclesial y papal, y ello supone conflictos.

Obediencia jesuítica

Quizá sea este el momento de añadir al tema de la «eclesialidad» algo acerca de la llamada «Obediencia jesuítica». Tampoco en este aspecto de la historia de la espiritualidad pretendo ser demasiado original, aunque es obvio que este tipo de obediencia es de mayor importancia en una Orden activa y con una tarea común que en una abadía de monjes contemplativos. Tanto más, cuanto que una Orden de ámbito mundial tiene un gobierno central y, por tanto, las relaciones entre sus miembros no pueden regularse sobre la exclusiva base de la amistad y el conocimiento mutuos. En lo esencial, todavía hoy me reafirmo al respecto en mi doctrina y en mi praxis. La buena disposición hacia la obediencia, la determinación de estar a la disposición incondicional de una tarea común y de integrarse y someterse a una comunidad en pro de esa tarea, sigue siendo hoy una actitud de la que no hay por qué avergonzarse. Las decisiones que han de tomarse en comunidad y que comprometen a cada uno en particular no siempre son susceptibles de ser consultadas, discutidas y diferidas hasta que todos y cada uno hayan sopesado por sí mismos la conveniencia objetiva de tales decisiones. Un proceso de decisión tan «democrático» podrá ser muchas veces algo muy hermoso, y hasta factible en pequeños grupos. Pero es utópico pensar que es posible siempre que se requiera una decisión. Y en tales decisiones, que casi siempre son, en todo o en parte, decisiones sobre cuestiones opinables, tampoco se ve siempre con claridad por qué el sometimiento a una decisión que, desde un punto de vista personal, puede que no sea la mejor, ha de herir la propia dignidad. Esto supone, naturalmente, que se acepta la unidad de la comunidad y se desea servir a una causa común; que se posee aquella indiferencia, aquella serenidad frente a las diversas posibilidades de la vida y de la acción y aquella disponibilidad autocrítica para no darse a sí mismo demasiada importancia, que se os enseñó en el «Principio y Fundamento» de los Ejercicios como base principal de vuestra espiritualidad.
No voy a hablar ahora de la obediencia como parte del seguimiento de Jesús. Bien es verdad que, en mi doctrina sobre la obediencia, no soy tan «democrático» como para pensar que siempre y en todos los casos una decisión vinculante tenga más posibilidades de ser la adecuada y, por tanto, exigible cuando es tomada por una instancia de decisión colectiva y no por un individuo, en el supuesto de que en ambos casos la decisión vaya en contra del parecer de alguien a quien le concierne. Ambas formas de toma de decisiones tienen sus pros y sus contras.
Una toma de decisión colectiva no siempre resulta más «transparente», y muchas veces no se sabe después a quién hacer responsable de ella. Incluso en el mundo profano de vuestros días no parece estar en todas partes tan pasado de moda un «centralismo democrático». También en mi Orden (y en esto difiere notablemente de la constitución de la Iglesia) la instancia suprema la constituye un «Parlamento» elegido desde la base, la Congregación General, ante la que es responsable el Prepósito General, aun cuando éste posea amplísimos poderes en el terreno de lo ejecutivo. ¿No os ha llamado alguna vez la atención el que este principio constitucional de vuestra Orden sea distinto y más democrático que el principio constitucional del Papado, vigente en la Iglesia universal y por el que con tanta insistencia habéis abogado a lo largo de vuestra historia? ¿Habéis reflexionado sobre el hecho de que -prescindiendo de otros motivos y sobre la base de vuestro democrático principio constitucional - no podéis referiros al Prepósito General
de la Compañía con el nombre de «Papa negro»?
Además, toda la obediencia jesuítica queda encuadrada dentro de una comunidad fraterna que no resulta falsa e ineficaz por el hecho de ser sobria y objetiva y por exigir de cada uno, en verdad, una cierta renuncia al «calor de nido». Por lo demás, y a pesar de que una sana obediencia constituye una exigencia absoluta, podéis perfectamente desmitologizar un tanto la doctrina tradicional sobre la obediencia, incluso lo que el buen Polanco, por encargo mío, escribió en la famosa «Carta de la Obediencia». No todo lo que ésta contiene es verdad eterna.
Hoy día hay menos dificultades para contar con la posibilidad de que un superior, con toda su buena fe, dé una orden contra cuyo contenido el «súbdito» tenga que oponer una humilde pero inequívoca negativa, sencillamente porque le resulta incompatible con su conciencia.
Aun cuando uno tenga fe en la Providencia de Dios sobre el gobierno de la Iglesia y de una Orden religiosa, no tiene por qué creer que los «superiores» dispongan de una línea telefónica directa y estable con el cielo, ni que sus decisiones, a pesar de su obligatoriedad, sean algo más que decisiones opinables, adoptadas según su buen saber y entender, pero con la relatividad y las posibilidades de error de cada caso concreto.
Quien esté «indiferente», sea capaz de autocriticarse y esté dispuesto a servir calladamente a una causa común, si además posee el suficiente humor y es comprensivo e indulgente con las necedades y deficiencias propias de la historia terrena, no tendrá hoy especiales e insuperables dificultades con la obediencia en una Orden religiosa. Tengo incluso la impresión de que un padre de familia y honrado funcionario de la clase media dispone hoy en la sociedad de un espacio de libertad más restringido del que vosotros disponéis en la Orden. A pesar de las desafortunadas palabras de la Carta de la Obediencia, no tenéis que practicar en absoluto la «obediencia de un cadáver». Eso sí, habéis de ser hombres desinteresados, sobrios y serviciales.
Hay una «mística del servicio». Pero tampoco quiero hablar ahora de esto. Volviendo a la desmitologización, creo que también es necesaria hoy en relación a la «obediencia» al poder mundano y estatal. A lo largo de vuestra historia habéis sido con demasiada frecuencia «súbditos» devotos de instancias mundanas, aunque no deberíais haberlo sido si hubierais seguido las teorías de vuestros grandes teólogos del Barroco. ¿Por qué no defendisteis en el siglo XVIII, incluso por la fuerza, el sagrado experimento de las Reducciones del Paraguay frente al atroz colonialismo europeo? ¿Acaso debíais dejaros expulsar de América Latina como sumisos y obedientes corderos?

La ciencia dentro de la Orden

De suyo, me habría interesado decir algo acerca de la historia de la teología en la Orden, aun cuando de ello no se pudieran deducir demasiadas cosas para el futuro de esa teología. Pero solo puedo hacer unas cuantas observaciones, lo cual no significa que dicha historia carezca de importancia. El probabilismo que vuestra teología moral defendió, constituyó en su tiempo una enorme aportación en la defensa del derecho a la libertad de la conciencia individual, aunque hoy habría que formular de otro modo lo que con ello se quería expresar.
Cuando con vuestra teología os constituisteis en los humanistas del nuevo modelo de pensamiento y, con un cierto optimismo acerca del hombre, propio de la nueva época, reflexionabais incluso acerca de su «naturaleza» pura; cuando de todo ello extraíais para vuestras misiones en China y la India determinadas consecuencias que Roma no quiso aprobar, todo esto fue, pretendidamente o no, el preludio de una antropología teológica tal y como debe existir en una Iglesia que quiera ser la Iglesia de todo el mundo y de todas las culturas y que no pretenda vender en todo el mundo el cristianismo europeo como un artículo de exportación. Ahora bien, con ese modelo optimista de antropología -desde- abajo, no deberíais haber desplazado la gracia auténticamente divina (en contra de la convicción fundamental de mis Ejercicios) a un más allá del nivel consciente, siguiendo la opinión de una gran parte de vuestros teólogos, que piensan
que con esa gracia, ajena a una experiencia propiamente dicha, se puede acceder a un conocimiento a través únicamente de la indoctrinación externa suministrada por la Iglesia.
Si vuestra teología, con una cierta justificación histórica, contribuyó a aquel desarrollo de la conciencia creyente de la Iglesia que se objetivó en el Vaticano I, hoy vuestra teología tiene también la obligación de seguir desarrollando aquellos planteamientos jurídico-constitucionales de la Iglesia que se manifestaron en el Vaticano II. Debéis permanecer fieles teológicamente (y en vuestra praxis) al papado, porque éste es un elemento muy especial de vuestra herencia; pero, dado que la configuración concreta del papado también está sujeta a una progresiva transformación histórica, vuestra teología y vuestro derecho canónico deberían estar sobre todo al servicio del papado; y así habrá de ser en el futuro, a fin de que signifique una ayuda y no un impedimento a la unidad del cristianismo. Por lo demás, bueno será que estudiéis a Marx, Freud y Einstein y que tratéis de elaborar una teología capaz de llegar a los oídos y al corazón de los
hombres de hoy; pero el punto de partida y la meta de vuestra teología, que también hoy ha de tener el valor de formular una auténtica sistemática, sigue siendo Jesucristo crucificado y resucitado, en cuanto que Él constituye la victoriosa auto-revelación al mundo del Dios incomprensible, y no una moda espiritual más que hoy llega y mañana se esfuma.
Muchas veces se ha acusado a vuestra teología de ser una especie de eclecticismo de ocasión. Y algo de verdad hay en ello, naturalmente. Pero, si Dios es «el Dios siempre más grande» al que le viene pequeño cualquier sistema con el que el ser humano pretenda dominar la realidad, entonces vuestro eclecticismo puede perfectamente expresar también el hecho de que el hombre se ve superado por la verdad de Dios y lo acepta dócilmente. A fin de cuentas, no hay ningún sistema en el que se pueda encerrar toda la realidad exclusivamente desde el punto de vista en que uno se halla. Vuestra teología no debe, por causa de una desidia para la reflexión, caer en fáciles compromisos. Pero sería falso un sistema teológico cuya estructuración tuviera la transparencia, del cristal. También en el terreno de la teología sois peregrinos que, a través de un éxodo siempre nuevo, andáis en busca de la patria eterna de la verdad.

¿Posibilidades de transformación de la Orden?

Pero todavía he de hablaros de mí y de la historia de mi ulterior influjo (así lo espero) desde un punto de vista totalmente distinto. Aún hoy, y basándose en lo que realmente ha sucedido en la historia, se sigue pensando en la Compañía de Jesús como en una Orden dedicada a la enseñanza, a la erudición teológica, a la difusión de libros, a la alta política eclesiástica y, actualmente, a los medios de comunicación de masas. Todo esto puede estar muy bien y puede responder a la imagen que la Orden ha ofrecido a lo largo de sus cuatro siglos de historia.
Ya he dicho antes que, evidentemente, la historia de los hijos no es una simple recapitulación de la vida de sus padres. También he dicho que no voy a emitir un juicio sobre el pasado de la Orden. Ahora bien, supuesto todo esto, me pregunto por vosotros y por vuestro futuro: en sí misma considerada, ¿qué tiene esta historia que ver propiamente conmigo y con el estilo de vida que me caracterizó, especialmente desde mi época manresana de «Iglesia primitiva» (como solía yo decir) hasta los primeros años que siguieron a mi definitivo establecimiento en Roma, antes de que el trabajo de redacción de las Constituciones, el gobierno
de la Orden y mi enfermedad me absorbieran totalmente?
Nosotros -mis primeros compañeros y yo- no éramos ningunos sabios, ni queríamos serlo, aun cuando Francisco Javier podía haberlo sido sin gran esfuerzo, y Laínez fue un agudísimo teólogo que causó una gran impresión en el Concilio de Trento. Naturalmente, si uno está decidido a servir a Dios en los hombres sin reservas, con la radical libertad del Espíritu, sin dejarse atar definitivamente por nada y dispuesto a todo, entonces, evidentemente, habrá circunstancias en las que, si uno es capaz de ello y la situación lo exige, podrá cultivar la alta teología, escribir libros, tal vez hasta desempeñar en nombre de Dios el cargo de confesor de la corte, escribir cartas a príncipes y prelados, y cosas por el estilo, que realmente caracterizaron de modo especial la historia de la Orden durante siglos. Sin embargo, en los años decisivos fuimos ciertamente distintos, hasta el punto de que la ulterior historia de la Orden no reflejaría
adecuadamente nuestra realidad.
De hecho, éramos y queríamos ser realmente pobres; en nuestras correrías por Francia e Italia buscábamos refugio en los inmundos asilos entonces existentes; cuidábamos a los enfermos en los hospitales (en Venecia, por ejemplo, trabajamos en dos hospitales para sifilíticos incurables), y el trabajo era algo muy distinto de lo que actualmente se exige del personal de las clínicas modernas; predicábamos por las calles, empleando para ello, cuando era necesario, un galimatías de español, italiano y francés; mendigábamos a cara descubierta; nuestra catequesis a los niños pequeños y llenos de piojos constituía una auténtica praxis, y no sólo una piadosa reminiscencia, como sucede actualmente en la fórmula de los últimos votos de vuestros profesos.
Es cierto que fui yo quien impulsó la fundación de la Universidad Gregoriana y del Instituto Germánico, pero también fundé la Casa de Marta, como refugio para las prostitutas de Roma; durante la carestía romana de 1538 y 1539, organizamos una ingente acción de suministro de víveres para los pobres, cuando en la Santa Roma la gente se moría de hambre y los niños merodeaban famélicos por las calles; no traté, como se había hecho hasta entonces, de recluir a las prostitutas en conventos, sino que me esforcé por educarlas para que pudieran llevar una vida digna en el mundo y en el matrimonio; promoví la fundación de un hogar para jóvenes descarriadas, fomenté la creación de orfanatos, construí una casa para judíos y mahometanos que querían convertirse al catolicismo; no me pareció excesivamente «mundano» el restablecer la paz entre Tivoli y Castell Madama, es decir, volver a comprometerme «socio-políticamente» a mi edad, como ya lo había hecho durante mi última estancia en el País Vasco en 1535, cuando me
albergué en el asilo de Azpeitia y compartía con los pobres la comida que anteriormente había mendigado, a la vez que esbozaba y ponía en práctica en mi ciudad natal un elaborado plan de asistencia a los pobres.
Fui yo mismo quien fundó colegios y proyectó jurídicamente su fundación, con lo cual contribuí, por desgracia, a acomodar un tanto el estatuto de pobreza de la Orden, hasta el punto de que en muchos países y en muchas épocas se convirtió en una Orden de colegios y profesores, contra lo cual no tengo realmente nada que objetar, siempre que con ello no se desfigure el carácter y la mentalidad general de la Orden. Pero no olvidéis que, en mi tiempo, aquellos colegios funcionaban de modo gratuito, con lo cual tenían un carácter eminentemente político- social, mientras que hoy nuestros colegios tienen que resultar caros para los alumnos, cosa que no tengo dificultad en reconocer. Habría muchas cosas parecidas sobre las que podríamos hablar largo y tendido... Pero lo único que quería preguntar es lo siguiente: ¿no ha olvidado hasta ahora excesivamente la Orden esta faceta de mi vida? Si ha sido así, puede que la causa haya que buscarla en una necesidad histórica, y ya he dicho en varias ocasiones que no tengo la pretensió  de apropiarme, sin más ni más, la historia de la Orden. Pero ¿tienen que seguir las cosas de este modo?
¿No será posible que en el futuro de la Orden vuelva a cobrar vigencia algo de lo que dependió verdaderamente para mí el seguimiento del Jesús pobre y humilde a lo largo de mi vida? El desafío que la nueva situación supone para la Orden ¿no podrá contribuir en gran medida a orientarla en una nueva dirección, precisamente para seguir siendo fiel a sus orígenes? En vuestra aún reciente Congregación General 32, de 1974, proclamasteis como tarea principal de la Orden «la lucha en favor de la justicia» y reconocisteis «con arrepentimiento» vuestro propio fracaso «en el servicio de la fe y en el compromiso en favor de la justicia». Habéis comprendido que vuestro compromiso por la justicia en el mundo constituye un momento interno y esencial en vuestra misión, que no se añade como un accesorio más a vuestra proclamación del Evangelio; habéis hablado de una «liberación plena e integral del hombre, que conduce a una participación en la vida misma de Dios». Espero que lo hayáis dicho en serio; naturalmente, vuestra situación histórica y social es totalmente distinta de mi situación en el siglo XVI, en el que todavía no era posible pensar que las transformaciones programadas y premeditadas de la sociedad pudieran, como ahora, constituir la tarea y el deber del amor cristiano al prójimo. Pero pienso que, si os tomáis en, serio las conclusiones de la Congregación General32, vuestra suprema instancia decisoria, estaréis caminando por una nueva ruta hacia el futuro de vuestra única y siempre idéntica misión, y que en esa andadura podrá acompañaros, en el espíritu, éste a quien llamáis vuestro padre. No me incumbe a mí profetizar cómo ha de ser exactamente en el futuro esa lucha por una mayor justicia en el mundo. En cualquier caso, es evidente que no debéis convertiros en políticos de oficio, y menos aun en caciques de partido o en secretarios de grandes organizaciones político-sociales, ni tampoco en meros teóricos de las llamadas ciencias sociales cristianas. En realidad, no debéis aspirar al poder social ni afirmar que se puede servir tanto mejor al prójimo cuanto mayor sea el poder de que se dispone. Este puede ser un axioma secreto de los auténticos políticos con el que (en parte con razón, y en parte sin ella) pretenden justificar su oficio. Pero no puede ser un axioma para vosotros, ni en la sociedad civil ni en la Iglesia, ni tan siquiera en el caso de que dicho poder estuviera realmente a vuestro alcance.
Si ponéis en práctica el seguimiento del Jesús pobre y humilde; si, como ya he dicho, asumís ese nuevo modo de marginación de vuestra vida en la sociedad (marginación que quizá se os ha de imponer en el futuro con mayor intensidad que hasta ahora), no como una amarga coacción, sino como una participación voluntaria en el destino de Jesús, quizás entonces os encontréis en el punto justo en el que poder realmente llevar a cabo vuestra lucha por la justicia.
(No podéis imaginar en absoluto la marginación que suponía o, mejor dicho, que tenía realmente que suponer en la sociedad eclesiástica el que yo y mis primeros compañeros quisiéramos renunciar al hábito religioso y a otras parecidas manifestaciones externas propias de un status socio-eclesiástico, aunque en este aspecto no se consiguió demasiado, al menos hasta vuestra época., Como afirmaba en mi tiempo Melchor Cano, y realmente con razón, se producía con ello, dentro de la sociedad eclesial, un modo de existencia verdaderamente marginal que tenía que resultar irreconciliable con una forma de vida religiosa autorizada por la Iglesia; algo así como lo que hoy experimenta la Iglesia oficial ante el fenómeno de los sacerdotes obreros). Podéis, pues, seguir cultivando un tipo docto de teología, desarrollando estrategias político-culturales, practicando una cierta dosis de política eclesiástica, asomaros a los medios de comunicación de masas, etc. Todo esto podéis también hacerlo. Pero lo que no debéis hacer es medir vuestra vida y la importancia de la Orden en relación a los resultados que obtengáis en esos campos.
Si sólo podéis constatar con tristeza y resignación el hecho de que la Orden no haya recuperado y no posea ya la significación política y eclesiástica que tenía antes de su supresión en 1733; si, repito, este sencillo hecho que no hay por qué ocultar, os llena de tristeza y de secreta resignación, entonces es que no habéis entendido en absoluto lo que tenéis que ser:
personas que, por causa de Dios, intentan olvidarse de sí mismas; que siguen al Jesús pobre y humilde; que anuncian su Evangelio; que se ponen de parte de los pobres y los desclasados en el combate por conseguir para ellos una mayor justicia. ¿Es que ya no vais a poder hacer esto ahora y en el futuro? ¿Acaso el poder hacerlo depende de que la Compañía de Jesús posea el esplendor y el poder que tuvo en otro tiempo? ¿No será, más bien, que dicho poder constituye, en el fondo, un tremendo peligro de perder a Dios porque se intenta vivir al margen del trágico destino de Jesús?
Si no puede ni debe haber nada, ni dentro ni fuera del mundo y de la historia, ni en el cielo ni en la tierra, que debáis buscar y amar de un modo absoluto e incondicional, a excepción únicamente del misterio de Dios, al que queréis entregaros sin reservas, entonces vuestra propia Orden, a la que tanto amáis, y su futuro ¿no forman parte, acaso, de las cosas que debéis aceptar serenamente cuando os son dadas y, con la misma serenidad, abandonarlas cuando os son arrebatadas? ¿Acaso no dije yo en mi tiempo que no necesitaría más de diez minutos para recobrar la paz con Dios en el caso de que la Orden desapareciera?

Perspectivas de futuro

Para finalizar, querría decir algo sobre los que no son jesuitas. A lo largo de mi vida tuve dentro de mi Orden amigos y compañeros muy leales, pero también tuve muchos amigos que no eran jesuitas: grandes y pequeños, ricos y pobres, sabios y sencillos; y tuve, asimismo, buenos amigos, hombres y mujeres, en otras órdenes religiosas. Nunca imaginé que todos ellos deberían ser jesuitas; en el caso de muchos a los que di los Ejercicios personalmente, el resultado consistió en un cambio y una renovación radicales, sin que por ello se hicieran jesuitas, ni siquiera aun cuando las circunstancias externas eran de lo más propicias y habría resultado mucho más fácil que en el caso de un virrey como Francisco de Borja. Por supuesto que esto es absolutamente evidente, pero conviene decirlo expresamente.
Todo estilo de vida, y especialmente un estilo que pretende configurar al hombre desde su centro más íntimo, se presenta, aun sin quererlo, con una pretensión de universalidad y de validez general y tiende a ver en los demás estilos de vida cristiana, por comparación con el propio, una especie de mal menor y de provisionalidad, una incapacidad para cumplir unas normas radicales de existencia, todo lo cual se puede a lo más tolerar implícitamente como exponente de la limitación humana.
No ha sido infrecuente, a lo largo de vuestra historia, sobreestimar de este modo, tan comprensible como necio, vuestro propio estilo de vida; lo cual justifica el que muchas veces se haya reprochado a los jesuitas su orgullo. Pero cuando la situación histórica concreta hace que ni los más ingenuos puedan aceptar dicha sobrevaloración del propio estilo de vida ni semejante pretensión de universalidad, surge el peligro contrapuesto: empieza uno a sentirse inseguro en su propio estilo de vida; a no estar verdaderamente convencido de que su modo de vivir sea absolutamente válido para él, y ni siquiera medianamente apto para nadie; a intentar una «síntesis» de todo lo habido y por haber, con lo cual no hace sino producir una mezcolanza, sin ningún carácter específico, que supone ha de ser la solución del mañana por el mero hecho de mezclar todo lo que pertenece al ayer. Pero quien está abierto a la infinita libertad de Dios, no
tendrá necesidad de atribuirse como algo propio todo cuanto existe y pueda existir, con objeto de no sentirse inseguro en su propio modo de vivir. Cuando uno posee, humilde pero tranquilamente, lo que le es propio, no tiene por qué inquietarle el seguir la última moda. El futuro de cada cual ha de surgir de aquello que constituye su propio patrimonio.
Me he apartado ligeramente del tema y he vuelto a sermonear a los jesuitas. Pero lo que en realidad quería decir es lo siguiente: el mundo no necesita (y hoy menos que nunca) estar integrado exclusivamente por personas que sean jesuitas o que deban ser valoradas según la cercanía o la distancia que guardan respecto de vosotros. Sin embargo, por principio, tenéis una misión referida a esas personas que ni son jesuitas ni desean ser una réplica de éstos a escalla reducida. Y esto, lo repito, por principio. Porque no es posible calcular de antemano hasta qué punto seréis realmente capaces de tener acceso a dichas personas; de donde se deduce que el libre designio del inquietante Dios de la historia es cuestión de esperanza, no de cálculo.
Pero, por principio, tenéis una misión que, de suyo, puede referirse a cualquier ser humano. Y precisamente por ello, me es posible dirigir ahora unas palabras a todos los cristianos y a todos los hombres en general, aun cuando soy consciente de que incluso lo que posee una significación general cristaliza siempre en una forma históricamente relativa y, por consiguiente, no alcanza de hecho a todos. Hecha esta salvedad, he de decir que todo cuanto yo viví, dije y traté de hacer llegar a los hombres por mí mismo o por medio de mis compañeros, sigue siendo generalmente válido.
Por supuesto que me puedo catalogar entre las personas que figuran en los albores de la «Edad Moderna» europea; podría decirse que, a pesar de todos los elementos medievales que viví y transmití, lo que en mí hay de nuevo y de peculiar es típico de esa Edad Moderna que ahora está llegando a su fin, aun cuando todavía nadie sepa decir exactamente qué es lo que va a venir a continuación. Podría afirmarse que mi «espiritualidad», tanto por su individualismo místico como por su técnica racional-psicológica, es típicamente moderna y, por consiguiente, está también a punto de desaparecer. Podría decirse que, a fin de cuentas, para nada influye en la modernidad o falta de modernidad de la subjetividad y la racionalidad individualistas el hecho de estar insertas en el monstruoso aparato de la Iglesia romana y puestas a su servicio, pues se trata de un aparato que, por ser todavía más antiguo, posee aún menos posibilidades de futuro. Pero las cosas no son tan sencillas, al menos por lo que se refiere a la historia del cristianismo y de la Iglesia y, en concreto, en lo que atañe a determinados fenómenos históricos surgidos a lo largo de la historia de esa misma Iglesia y cuyos comienzos tampoco permiten, sin más, emitir un pronóstico acerca de su fin. Pero dejemos en paz la teología de la historia. Lo único que digo es que en la Iglesia nada desaparece tan rápida y tan fácilmente por el hecho de que el comienzo de su manifestación se haya producido en un determinado momento de la historia de la Iglesia.
¿No será, quizá, que ese mi individualismo religioso que vosotros calificáis de «moderno» comienza de nuevo a hacerse absolutamente significativo precisamente en el momento en que el individuo amenaza con ser absorbido y desaparecer dentro de una masa ultra-organizada en este período «postmoderno»? No tengo nada que oponer (¡Dios me libre!) a que hoy tratéis de descubrir, tanto en el terreno religioso como en el puramente humano, la dimensión comunitaria, la vida de grupo, la comunidad de base fraterna, e intentéis sentiros integrados en todo ello. Pero sed prudentes y sensatos. El individuo nunca queda absorbido totalmente por la comunidad.
La soledad delante de Dios, el sentirse a salvo en su silenciosa inmediatez, es algo que pertenece exclusivamente al ser humano. Y si esto resulta más evidente en la Iglesia al comienzo de la Edad Moderna, entonces quiere decir que forma parte de la historia, la cual no sólo no está llamada a perecer, sino que permanece y debe permanecer precisamente gracias a vosotros.
Pero es que, además, ¿podrá haber alguna vez seres humanos que, por principio y en cualquier momento de su existencia, sean incapaces de oír la palabra «Dios»? ¿Podrá haber alguna vez seres humanos que, más allá de las infinitas y múltiples cuestiones concretas, no se pregunten acerca de lo inefable? ¿Podrá haber alguna vez seres humanos que no se permitan nunca sentir auténticamente la cercanía de ese misterio que actúa de un modo inefable en su existencia, como el único y el que todo lo abarca, como la causa primera y el fin prototípico; ese misterio que, al permitirnos pronunciar con amor la palabra «Tú», nos deja hundirnos en su abismo y hace que podamos ser libres? ¿Qué ocurriría si todo esto fuera posible y llegara a hacerse realidad? A mí no podría asustarme nada por el estilo. Significaría que los hombres, como individuos o como colectividad, habrían retrocedido al nivel de simples animales dotados de un cierto ingenio y que la historia de la Humanidad, de la libertad, de la responsabilidad, de la culpa y del perdón habría llegado a su fin, con lo cual únicamente se habría alterado el modo de producirse ese fin que, en cualquier caso, los cristianos estamos esperando. Por otra parte, los hombres realmente dignos de tal nombre habrían hallado la vida eterna.
También en el futuro se podrá hablar de Dios, si es que se entiende realmente lo que esta palabra significa; y siempre habrá una mística y una mistagogia de la inefable cercanía de ese Dios que ha creado algo distinto de sí con objeto de darse a sí mismo, en el amor, como vida eterna. Siempre será posible instruir a los seres humanos en el sentido de que derriben las imágenes finitas de los ídolos que se crucen en su camino, o que pasen tranquilamente de largo por delante de ellas; de que no absoluticen nada de cuanto, de un modo concreto y determinado, les sale al encuentro bajo la apariencia de poderes y de fuerzas, de ideologías, metas y futuros; de que se hagan «indiferentes» y «serenos», a fin de que en esa libertad, sólo aparentemente vacía,
experimenten quién es Dios. Siempre habrá seres humanos (y no importa cuántos sean, tanto en números absolutos como en relación a la Humanidad en general, con tal de que la Iglesia siga presente como sacramento de salvación para el mundo y en el mundo) que, mirando a Jesús crucificado y resucitado, se atrevan, dejando a un lado todos los ídolos de este mundo, a entregarse incondicionalmente a la incomprensibilidad del Dios que es amor y misericordia. Siempre habrá hombres que, con esta fe en Dios y en Jesucristo, se unan a la Iglesia, la constituyan, la edifiquen y la mantengan, ya que no deja de ser una dimensión históricamente palpable e institucional y, para mí, encuentra su forma más concreta (y, por tanto, más dura y más amarga) en la Iglesia católico-romana.
Y si siempre habrá este tipo de seres humanos, quiere decir que (aunque pueda sonar a petulante) yo siempre tendré una misión referida a todos los hombres. Pues lo único que yo deseaba era ayudar a los hombres a entender y aceptar lo que hasta aquí he venido diciendo. En definitiva, lo que pretendía no era propiamente un programa excesivamente peculiar ni una manera especial de entender el cristianismo y la espiritualidad, aunque soy consciente, naturalmente, de que cada persona sólo puede transmitir a su manera lo que es válido para todos y, por eso mismo, no puede llegar a todo el mundo, ya que en cierto modo se extingue en su propia peculiaridad cuando se atreve a anunciar al Dios eterno y a su Cristo. Por ello, y para terminar, diré que también carece de importancia la pregunta acerca del posible efecto histórico
de mi vida y mi doctrina. Su silencioso eclipsamiento podría constituir su mayor logro. Porque, sea como sea, Dios sigue siendo el-que-es-cada-vez-más-grande. ¡Que Él sea bendito! He dicho muchas y muy diversas cosas. Sin embargo, he olvidado u omitido otras muchas cosas que quizá tú, o cualquier otro, habría deseado escuchar de mis labios. Ni siquiera voy a mencionar los temas sobre los que podría haber hablado tanto como lo que he hablado sobre los temas que he tratado efectivamente. De todas formas, el final habría sido el silencio, en el que tiene lugar la alabanza eterna de Dios.

Carrera 20 #24-85 Sur
Bogotá, Colombia