- Aspirante a la Compañía de Jesús
En la segunda semana del mes de oración Ignaciana, Dios nos envolvió de insondable amor, y nos invitó a un caminar por cinco días en el desierto. Aquí tan solo un pequeño esbozo de nuestra experiencia:
El primer día interpeló al silencio. Nos desafió a apagar todo sentido y habitar en la nada, y ahí al borde de lo inútil y difícil que resulta callar, empezó el camino de enamorarnos a quienes ya nos ha amado desde el vientre. Pacientemente volvió a susurrarme que me conoce, rodea, levanta y habita; reafirmó que tejido estoy por él y que nos tiene marcado nuestro nombre en las palmas de sus manos.
De sentir a Dios en nuestras vidas, ocupamos el segundo día. En lo personal me dijo que gritara, y allá en el desierto, culposo y deseoso ensordecí de mis congojas ¡nadie escucho! solo él; y la jornada terminó venciendo el varias de mis resistencias. Un sentimiento de absoluto vacío quedó y quedará resonando.
Siendo vencido, en el tercer día nos invitó a aceptarnos como somos. Me pregunte: ¿Por qué Dios me hizo gritar mis congojas? Y si las escucho: ¿aún me ama? Y me contestó “porque te aprecio, eres de gran valor y yo te amo, ya no recuerdes el ayer, ni pienses en cosas del pasado, yo voy a hacer algo nuevo” (Isaías 43). Entonces sentí que la única y verdadera sinceridad es la de Dios, quien no rechaza ni humilla pese a nuestro pecado, pero nos desafía al cambio, tal es su sinceridad que ante el nada le puede ser escondido, nada.
Sintiéndome reconocido y amado, en el cuarto día alabamos a Dios, y yo lleno de ternura y de nostalgia por haberme apartado de él, como San Agustín le dije tarde te amé, ¡pero aquí estoy Señor! Tú me llamaste; y evocando los salmos agradecí contemplativamente por su ternura, compasión, paciencia y todo amor (Salmo 103).
El último día, reconociéndome amado y libré para escoger la vida a su lado, me indagué que era Dios para mí: amigo, padre, confidente… al final como siempre y basta con decirlo “el es”; y su amor gravita, enternece, pacífica y sondea.
Cada jornada terminó con la pausa Ignaciana, comunicándonos entre todos, cómo Dios nos experimenta y ama a cada uno en el desierto, y cómo fuimos capaces gustarle en el silencio; y junto a nuestros acompañantes espirituales compartimos el anhelo de una vida centrada en el corazón de Cristo como único centro de nuestra profundidad, desafiados a servir en amor, porque Aquel que nos ama nos quema por dentro y nos dice que todo es posible.